De un pequeño placer

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El personaje que da nombre a la película dirigida por Jean-Pierre Jeunet, Amélie (2002) se trata de una jovencita con una forma de ver la vida muy particular, que en primera instancia caracterizaría como irremediable inocente, y luego, como un caso aislado del grueso de la población que en el filme la circunda. Por eso, creo, su empeño por negarse al placer humano más típicamente enaltecido, la sexualidad. Dice el narrador que Amélie intentó tener pareja y que esto no salió como esperaba, mientras se muestra en pantalla una caricaturesca “escena de cama” en la cual ella, aún en pleno acto, permanece impávida. El narrador luego concluye que por esa razón es que esta muchachita prefiere el disfrute de los pequeños placeres.
Los cuales parecen patéticos de lo sencillos que son: le gusta hundir la mano en bolsas llenas de semillas y sentir con este acto mini caricias frías de esas formas en el ejercicio de acoplarse, una a una, a la forma de su extremidad ofrecida. Por mi lado, diría que uno de mis pequeños placeres a la hora de comer consiste en esperar a destapar la cerveza que me corresponde justo un minuto antes de estar todo servido a la mesa, y mandarme en el instante en que la bebida deje de emanar espuma, un sorbito.

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¡Ah! Que sensación. Fugaz y casi imperceptible para quienes en el lugar me acompañan. ¿creen que alguien en el mercado donde se encontraba Amélie se fijó que ella introducía su mano en la bolsa con una intención diferente que la de escoger sus víveres? Yo, no lo creo. El placer de Amélie y el mío parece son de una cualidad tan simple que resultan imperceptibles a ojos ajenos. Nadie percibe lo que sucede del sello que hacen mis labios para adentro; retienen el líquido en mi lengua por unos instantes alargados, y mientras dejo de conversar con los demás comensales, me encuentro caminando lentamente por mis papilas, con cada paso las voy hundiendo como saltando sobre neumáticos poco firmes enterrados en el césped de un parque.
“[…] distingo la artemisia romana…Rocía su polvo amarillo sobre mis zapatos mientras cruzo el ahora descuidado jardín – hollamos el alimento de los dioses & derramemos su néctar en cada gota de rocío – Mis honestos zapatos, veloces amigos que nunca se extravían lejos de mi rústica morada polvorienta, cargan por muchas millas la marca de su aventura…” Dice Thoreau.

Y es ciertamente una aventura personal, producto de una complicidad de todos mis sentidos concentrados para lograr, del pequeño sorbo, la sensación inmensa que disfruto. Dicen que cuando se tiene mucha sed no hay que tragar el agua de inmediato, cual barril sin fondo, hay que conservarla en la boca y hacer con ella “buches”, para alargar la sensación de refresco. Antonio, uno de los personajes de la novela La oculta (2014) desde las manos de Héctor Abad Faciolince, expresa que cuando lo que se toma no es demasiado somos capaces de percibir una de las dulces delicias del alcohol: la Euforia suave, entreviéndose cual importante resulta la cantidad para la calidad de la experiencia.
No soy en ningún aspecto afiebrada de este tipo de bebidas; así, no bebo más de dos cervezas en una reunión y tampoco me la paso de fiesta. Quizás, con todo esto pueda caracterizarme, haciendo un símil con Amélie, como una inocente del alcohol; una jovencita que disfruta de pequeños placeres y euforias suaves. Pudiéndose tildar de impropio que dedique más de una página a la reflexión sobre mi interés por sensaciones provenientes de una bebida que “no conozco demasiado”, o quizás sí, conozco bien el 2% de los 4.5° de una botella, que es lo que, creo, hace un sorbito.

Bibliografía 

-Ossard, C. (productora) y Jeunet, J. P. (director). (2002). Amélie [cinta cinematográfica]. Francia: UGC Images.

-Abad Faciolince, H. (2014). La oculta. Bogotá: Alfaguara.

-Thoreau, H. D. (2017). La canción del viajero & otros poemas. Buenos Aires: Barba de abejas.